Estamos en campaña electoral. Una situación excepcional que debería darse durante dos semanas cada cuatro años, pero que se ha convertido en nuestro estado habitual, provocado por nuestros interesados políticos (y magnificado por los medios de comunicación).
Estar en campaña significa que los políticos hacen promesas, hablan mediante eslóganes y desprestigian al contrario, habitualmente utilizando mentiras para todo ello. Mientras hacen esto no trabajan en aquello para lo que han sido elegidos: mejorar el país. Algunos no saben hacer otra cosa, son los políticos gregarios, los que van en el pelotón para ayudar a su jefe de filas; han hecho de ello su forma de vida y son fieles y agradecidos, votan lo que les dice su portavoz y están felices con sus premios en forma de dietas. Otros sí tienen capacidad suficiente para hacer cosas, pero se deben a sus intereses y no a los de sus votantes; hacen cuanto pueden para beneficiar a quienes dentro de unos años les proporcionarán los medios necesarios para que dispongan de un retiro dorado, en el mejor de los casos, o reciben las prebendas de forma inmediata si su grado de corrupción no admite demoras. Pero saben que para ello deben estar en el gobierno, fuera de él todo es llanto y crujir de dientes.
Estamos en campaña, sí. Oficialmente en Cataluña, pero extra oficialmente en toda España, porque el tema catalán da muchos votos (también los quita) y hay que ponerse en campaña tanto en Lugo como en Sevilla, en Badajoz como en Valencia.
La semana pasada estuve en Valencia. Allí, ahora, abundan las banderas españolas que penden de los balcones. También están en campaña, aunque no haya elecciones: ¿qué sentido tiene que ahora muchos valencianos muestren que son españoles? ¿Alguien les ha discutido tal característica? No, es una manera de protestar contra lo catalán. En Valencia defender lo catalán es defender a la izquierda, por eso la derecha saca las banderas, para demostrar que está en contra de la izquierda que ahora gobierna tanto en el Ayuntamiento como en la Comunidad. Catalanistas los llaman, como si fuera un insulto, como si ellos no compartieran idioma con los catalanes. Bueno, no lo hacen, casi nadie habla catalán en Valencia capital, lo consideran pueblerino, porque en los pueblos sí se habla.
Como sucede en los pueblos de Cataluña, que es donde más catalán se habla. Y es que los pueblos valencianos y los catalanes tienen muchas semejanzas, como las tienen también un payés del Ampurdán, otro del centro de Francia y otro del norte de Italia, por poner algún ejemplo. Su forma de vida se parece, sus problemas también. Como se parecen los de un habitante de Barcelona a los de otro de Madrid, Nueva York o París. Un habitante de Barcelona y otro de Nueva York tienen más cosas en común que uno de Barcelona y otro de Deltebre.
Hay problemas generales que nos afectan a todos, desde el cambio climático hasta el peligro nuclear, pasando por el empobrecimiento de la población y la precariedad laboral; luego hay muchos otros que son propios de las grandes urbes: la movilidad, el encarecimiento de la vivienda o la contaminación, por citar algunos. Y otros más que corresponden a los territorios agrícolas: la despoblación, la escasez de infraestructuras o los bajos precios de los productos agrícolas. No hay muchas diferencias entre unos países y otros, dentro del llamado mundo occidental, claro.
Pero estamos en campaña y nos han contado que todo esto no cuenta, que en esta campaña no vamos a hablar de clases sociales, entorno geográfico o situación laboral. Tampoco de la degradación de los centros urbanos, de la escasez de transporte público o del paro juvenil (y el no tan juvenil). No vamos a mencionar los recortes en sanidad ni en enseñanza. Vamos a dejar de lado la corrupción. Es el momento de la épica, unos van a por ellos y los otros defienden la resistencia. Unos aplican la ley que les conviene a quienes conviene aplicarla y otros se saltan la que no les conviene para poder aplicar la que sí. Son juegos de palabras, trucos de prestidigitación, ejercicios de agudeza verbal. Pero más allá de las palabras no hay nada útil para los votantes.
Nos dicen los políticos y los medios de comunicación que debemos olvidarnos de los banales problemas de la gente y centrarnos en lo que importa: saber si ganarán los constitucionalistas o los independentistas. Ganarán unos u otros, pero el discurso de los dos seguirá siendo el mismo, para qué van a cambiarlo si han conseguido obtener el dilema perfecto, aquel cuya resolución no se alcanzará hasta el fin de los tiempos, aquel que, entretanto, les permitirá seguir buscando su retiro dorado o su recompensa inmediata. Les ha costado, pero ya lo tienen: la derecha española se perpetuará en el poder gracias a la derecha independentista catalana, que se perpetuará en el poder gracias a la derecha integrista española. Forman un buen equipo, imposible de batir.